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Segundo episodio de esta aventura de Charly Camacho, ‘Puto karma’:

2. Sharp Dressed Man

 
Estaba claro que el rasta pretendía timarle.

Era una taberna-librería con elegante murmullo intelectual, estanterías hasta el techo y cachivaches reciclados completando la decoración. Se veían en todas las mesitas grupos mixtos de pijo-alternativos estilo calle Fuencarral; salvo en una de ellas, la más cercana a la puerta, ocupada por un ama de casa cercana a los cuarenta, con melena azabache más bien alborotada y remarcables pechos agitados por los sollozos. En aquel momento se sonaba enérgicamente la nariz y, con el mismo pañuelito, enjugaba los negros lagrimones que corrían por sus mejillas.

Era Gatita66 tratando de poner fin a una sorpresiva llantina.

Momentos antes, Charly Camacho, con impecable traje negro que evocaría el look Blues Brothers de no ser por la abultada corbata celeste y la camisa rayada, había salido de los servicios guiñando los ojos y pinzándose el entrecejo con sus dedos teñidos de nicotina. Al pasar junto a una montaña de libros usados, y guiado principalmente por la llamativa portada, echó mano a un ejemplar de El Clan de los Parricidas, de Ambrose Bierce, y se encaminó a la barra hojeándolo.

Allí estaba sentado el rasta, enfrascado en sus whatsapps.

—Son veinticuatro euros —informó posando en Charly su mirada de sopa de pollo con fideos.

—¿Veinticuatro? Me parece un poco caro… ¿podemos comprobarlo quizá…? —preguntó Charly sin pensar lo que decía. Enseguida, una vocecita en su interior le avisó de que las cosas se iban a torcer.

—Sí, sí; por supuesto. No vaya a pensar que le engaño —respondió el rasta con voz chillona. Frotó las sudadas palmas en su camiseta del Che y se puso a teclear en el ordenador—. Mire, ¿lo ve…? Aquí lo tiene usted —proclamó triunfante señalando la pantalla con sus uñas sucias—, véalo usted mismo, ¡no faltaba más!

—Vale, está bien, no pasa nada —zanjó Charly proyectando una sonrisa despreocupada hacia los hipsters que lo observaban con expresión de civilizado reproche.

—No, no; compruébelo, caballero —insistía el otro—; puede usted comprobar que no tenemos intención de timarle, caballero. —Y mostraba la pantalla llena de símbolos en los que Camacho no entendía nada en concreto.

—Ah, si, ya lo veo. Está muy claro, por supuesto —mintió el ejecutivo con la esperanza de que la escena terminara. Pero el rasta siguió con los aspavientos, hasta que, al reclamo de sus agudos chillidos, asomó por la puerta de la trastienda un rostro de oso con amenazantes patillas negras hasta la gruesa papada. Un secuaz del rasta, sin duda. Llevaba una pegatina hippy sobre la camisa a cuadros, pero su ceño arrugado indicaba que había suspendido, en lo tocante a Charly Camacho, sus deseos de paz y amor.

Al fin, tras interminables aclaraciones, pudo Charly pagar el libro y volver hacia la mesa, donde Gatita66 encendía italianamente un cigarrillo haciendo gestos de impaciencia.

—Pero, ¿qué hacías…? —le dijo cogiéndole las manos.

—¡Puto rasta!

—Déjalo, no vale la pena —ronroneó clavando en Charly sus ojos negros, satinados, a fin de atraerlo hacia su aura saturada de feromonas.

Charly se sentó aun rezongando. En la barra, el rasta y el gordo patilludo hacían conciliábulo, lanzando a Camacho miradas asesinas.

—Qué ganas tenía de hablar contigo —dijo Gatita66 con mohín tierno—. Estoy muy preocupada, Charly —añadió mirando fijamente su taza vacía—; la verdad es que no sé qué hacer…

—Lo mejor es que salgamos de aquí pitando —replicó el ejecutivo incorporándose sin dejar de mirar a la barra. Ella inició una protesta, pero Camacho la cogió de un brazo haciéndola levantarse. Demasiado tarde: el patilludo, con inesperada agilidad, se había plantado ante ellos agitando un índice amenazador.

—¿Tienes algo para mí? —preguntó a Charly con furia contenida.

—¿Para ti? ¡Pero qué dices!

—¿Tienes algo para mí? —repitió el patilludo rugiendo, al tiempo que trincaba a Camacho por las solapas y lo zarandeaba. Este abrió la boca encolerizado, pero una mano enorme y velluda presionando su garganta le impidió emitir el menor sonido—. Dime, ¿estoy en la lista? —preguntó ahora roncamente, acercando su boca a escasos centímetros de la de Charly—. ¡Dímelo! ¿Estoy ya en la lista?

A punto de perder el conocimiento, Camacho creyó oír el resonar de un martillazo sobre una calabaza hueca. Era el impacto de un quinto de Mahou impulsado con toda el alma por Gatita66 contra el occipucio del patilludo. La tenaza en torno a su garganta se aflojó. Tambaleándose, Charly tiró con ambos brazos de la estantería contra la que su obeso agresor lo había estampado y la volcó hacia el centro de la sala. La carnosa nariz del patilludo recibió el golpe principal, mientras una avalancha de libros, botellas de Calisay y jarrones de Murano del Rastro se abatía sobre los atónitos alternativos.

Charly Camacho y Gatita66 salieron a la carrera perseguidos por las maldiciones del rasta. Galoparon calle abajo, con música de ZZ Top, tropezando con los viandantes; y, nada más doblar la esquina con la Calle del Pez, saltaron al asiento trasero de un oportuno taxi. Gatita66, muy excitada por la descarga de adrenalina, se abrazó a Camacho, besándolo y gorjeando alegremente. Mientras correspondía a las carantoñas del ama de casa, Charly pudo mirar de reojo el último de los mensajes acumulados en su móvil: «Esta tarde operación Dora, ven inmediatamente».

—Charly…

Los pitidos no cesaban y Camacho decidió apagar el receptor.
 


 

Continuará…
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